MOTIVOS POR LOS QUE EL POETA HIZO LA PERA EN VIVO Y EN DIRECTO A LA CITA EN SU ALDEA NATAL
por Amílcar Romero
Esta mañana, al cumplir el ritual diario, insípido como todo ritual, de abrir el mailing con las últimas noticias, me encuentro con el para nada amable moquete del titulito que anunciaba textualmente, lo más orondo con toda esa rotundidad que suelen tener las palabras, sobre todo las impresas:
A los 69 años, murió el escritor Rodolfo Fogwill
Primero que nada, Rodolfo Enrique, si vamos a las puntualizaciones documentales de un mundo donde a los chicos se le ponen dos nombres y al segundo se lo tiene para joderse la vida cada vez que se debe llenar un formulario o una solicitud de crédito. Además, si vamos a una decisión personal que tuvo alguna repercusión pública en su momento, siempre sospeché que por razones más urticantes que las frívolas o epatantes que querían demostrar, Fogwill a secas. Había decidido cagarse en cualquiera de los dos primeros, una decisión que no lo había tenido como protagonista, mucho menos como creador. Una especie de circuncisión nominal no demasiado habitual en un país recurrentemente demasiado habitual.
Por lo demás, como si fuera poco que escribir tonteras es gratis y no hay que pedirle permiso a nadie, me acabo de meter en la red para dar cuenta que Quique, ni Rodolfo, ni Rodolfo Enrique, ni Fogwill pelado no van a estar más. Es de una simpleza que espeluzna. Me acuerdo cuando lo conocí a Bioy y sin un terror para nada aparentado se llevó por delante con la idea de la muerte y concluyó con que al fin y al cabo era eso, no otra cosa: nunca más todo. Al inventario precario, improvisado le agregó versos de Shakespeare y los pechos de una mujer. Me preguntó si recordaba el cuento de Horacio Quiroga, creo que A la deriva, donde el protagonista agonizante se va acercando a ese punto. Bioy terminó sumamente angustiado.
Pero por otro lado, tranquilizaos, no voy a hablar de literatura. No piesno. No soy quién a pesar de que tengo un mínimo de conciencia de lo que significa este hecho íntimo, normal, biológico, socrático, como es morirse y que a mí todavía no me ha ocurrido, lo que le habría evitado a la red cargarse con más gansadas de las que tiene multitud de caños rotos, arroyos maldonados con torrentes de boludeces y redes sociales. Ya habrá voces autorizadas, mejor dicho, socialmente consideradas autorizadas para hablar sobre el tema y de paso salir en la foto a upa del prestigio del otro, del que crepó y no puede decir más ni pío. Mi relación con el hecho consiste, primero que nada, en lamentar muy francamente que se haya producido casi 24 horas antes del regreso de Quique vivo a su pago natal, a nuestro pago natal, a leer poesías en lo que durante toda nuestra vida fue el Palacio Municipal de Rivadavia y Sarmiento, hoy sede de un museo y de la Casa de la Cultura, dependencia oficial que sabe disimular bastante bien una tara genética de ese tipo. Los dos hechos están ligados y estúpidamente por razones personales sospecho que hay más de una causa. Lo voy a decir sin anestesia ni más meandros: Quique se murió sin volver a su Quilmes natal, vivo, se quiere decir, como hecho postrero, dato que a los universalistas de la literatura, estoy seguro, les produce un gesto de asco, por lo menos de desdén que se saque a relucir semejante pelotudez. Y cursilona, como si fuera poco. Hasta con cierto tufito freudiano, si se quiere. Pero ocurre que el Quique al que aludo, visión totalmente barrial que tengo de Fogwill, no la puedo ni quiero eludir porque buena parte de nuestras niñeces transcurrieron más o menos juntas, o por interpósitas, algo que no se puede y no tengo por qué arrumbarlo. Y además fue a ese Quilmes al que no podrá llegar de vuelta mañana por sus propios medios se debe a que no ha sido justamente por una decisión propia, aunque sí, que si antes no había vuelto, fue por decisión propia. En primer lugar, pienso, porque le importaba un carajo y haber nacido en Quilmes o en Calamuchita le debe haber dado lo mismo, jamás debe haber tenido importancia alguna para su historia personal y una carrera que hoy lleva a hablar públicamente de su trascendencia sin que el pago chico haya tenido algo que ver porque creo que a lo largo de toda su obra ni siquiera lo nombra o si lo hizo fue tangencial. Quique Fogwill se circuncidó el lugar en que nació muchísimo antes que el Rodolfo Enrique. [No es tanto así. Sin desfallecer en el rastreo y leyendo de través, como dicen hoy en las editoriales que él tanto odiaba, hay un TXT donde aparece una mención por lo menos explícita y tenía que venir por el lado del agua, como no podía ser de otra manera: "El sabalero entra al cuartel contando como propia cualquier historia que le sintió decir a un marinero o a un peón de muelles que como él mismo nunca tripuló nada más allá de los playones de Quilmes, o de la Banda Oriental del Uruguay en el mejor de los casos", una referencia más que tangencial y aludiendo a una pesca que se hacía en busca de ese aceite denso, con un tufo rechazante, asqueroso, que rezuman los sábalos, a los que se arrastra con redadas de fondo, combinando botes y caballos justamente por lo poco que siempre calaron esas playas desde nuestra Rambla hasta el Boca Cerrada, en la Selva Marginal, pasando por lo más hondo de la bahía, a la altura de Hudson.]
Me consta. Este verano, en una cabaña de Mar Azul, con uno de los responsables de este (ahora) abortado retorno por medios propios, quilmeño paladar negro, integrante de uno de los grupos organizadores, mentiría si de Araca la Poesía o El Ojo de la Ballena, aunque creo que del primero, de sobremesa y botellas tres cuartos entre nos, salió el asunto de la quilmeñidad, mejor dicho, de la ostensible no quilmeñidad de Fogwill. Los que recordábamos hechos puntuales de la infancia, más allá de las fechas, un poco concluimos que Quique en realidad nunca fue quilmeño. Ni tampoco de su aparente antagónico, el internacionalismo proletario que por unos años se extendió tipo sarampión. Estuvo signado por algo que equívocamente podría ser descrito como una universalidad para uso personal, quizá para refugiarse de tanta soledad que siempre le costó cargar. Para los que estábamos allí, bastante antes de terminar con el stock vinífero, definir la singularidad de nuestro lugar de nacimiento, el comienzo del entretejido de nuestra identidad social, como le hubiera gustado decir al Licenciado en Sociología Rodolfo Enrique Fogwill (UBA), estaba inevitablemente asociado a una niñez con un reloj colectivo, no de los que usa el común de las gentes: a las 07:00 y a las 11:00, a las 13:00 y a las 17:00 la sirena de la cervecería cruzaba el aire con su sonido de remiscencias marinas y un aluvión de 5 mil obreros, a pie o en bicicleta, era absorbido o vomitado por los portones que daban a la calle 12 de Octubre, la de los corsos de carnaval y la de las vías del tranvía 22 de Retiro que iba hasta la costa y que allí se desviaba para de noche en tranways planos, con verdaderas jorobas de cajones, camellos traqueteantes con la campanilla de alarma, llevar el líquido elemento a la Santa María de los Buenos Ayres. Como si fuera poco, no había semana que el viento del este y del sudoeste no impregnaran el aire del aroma denso, tibio, hasta pringoso, de la malta y la cebada. Son signos imborrables, más allá de la inserción social desde donde nos tiraron al mundo, nivel cultual y aspiraciones. Porque la palabra sudestada, para nosotros, nunca fue una palabra, a lo sumo canoas tiradas por mancarrones, cargadas de mujeres tapadas con lonas y las pocas pilchas que querían salvar, más el olor a perro mojado que adquiría la gente y esas caras de mansa tristeza y resignación.
Mañana lunes, en un recital de poesía a las 20:30 para el que se rogaba puntualidad, como reza el afiche que se reproduce a la cabeza, un edificio con toda la pompa francesa de nuestra mejor etapa de tirar manteca al techo, está en lo que los lugareños, mitad en joda y mitad en serio, llaman La Manzana de las Luces de Quilmes, pegado a la Escuela Nº 1 Bernardino Rivadavia donde Quique cursó la primaria por la época que Evita fue a reinaugurarla en un revoleo que sacó a toda la ciudad a la calle a pesar de ser día laborable de semana, y el otro edificio, dejando a la espalda al Río de Solís y yendo para el poniente, en la esquina está la Catedral consagrada a la Inmaculada Concepción, patrona del distrito, por lo que todos los 8 de diciembres o tomábamos la comunión o la sacaban a pasear cada más esmirriados cortejos de veteranas empobrecidas en número y empobrecidas de mantillas que en algunos tiempos supieron ser suntuosas, tipo parapeto en la plaza de toros, y que hoy la mayoría de las veces son reemplazadas por democráticos y pobretones pañuelos. Enfrente, sobre la plaza principal que denota el origen pueblerino que Quilmes se niega a abandonar a pesar de sus 700 mil habitantes actuales, todavía no se había montado una feria de artesanías donde resaltan las velas de todos los colores y los precios. Ahora, las cursilerías turísticas para folleto municipal se terminan cuando se saca a la luz que a la Catedral la levantaron los idólatras quilmes que fueron desnaturalizados y traídos a pie en 1666 por don Alonso Mercado y Villacorta, por orden del vasco Juan de Garay el arzobispo de la entonces Santa María de los Buenos Ayres. Allí, en esa manzana donde Quique no alcanzó ni alcanzará nunca a leer algunos de sus poemas, como tampoco a cumplimentar el rito quizá huero que alguna canción popular consagra que siempre se vuelve a los lugares donde se amó la vida, abajo de la Catedral, de la escuela donde fue de guardapolvo blanco y el Palacio Municipal creo que Art Noveau, están enterrados los quilmes, entre ellos la cacica de caciques Isabel Pallamay, única en su género al sur del Río Bravo e hija del mítico don Martín Iquín, quien el lunes 26 de octubre de 1665 por fin se tuvo que rendir incondicionalmente al sitio que la había impuesto Mercado y Villacorta para doblegarlo por hambre y sed en el pucará y así capear la temible guerra de guerrillas con la que le había resistido tantos años. A la red he subido por otros motivos, pero viene a cuento, un parte de guerra colonial del susodicho que es bastante ilustrativo sobre nuestro pasado, al que seguramente Quique conocía más de lo que uno puede presuponer prejuiciosamente y a la mayoría le importa un comino, que es lo más juicioso. Como sería terriblemente injusto, debido a todas las cosas que dejamos de saber, que ignorara después de dedicarle la vida a tratar de comprender la sociedad y su funcionamiento, como también las multiplicadas connotaciones de las palabras, como sentenciara Borges, que al día de hoy no se sabe qué quiere decir quilme, no quilmes, porque a la ese la trajeron los gallegos, ni en qué idioma porque se ha perdido todo rastro y, como ironiza alguna catedrática tucumana, vaya uno a saber en qué museo europeo nos vamos a encontrar algún día, de casualidad, con las claves, si es que las encontramos y no las tiraron como trastos inútiles de tan vetustos. Como tampoco su origen porque los quilme nunca fueron de los Valles Calchaquíes, lo más cerquita Copiapó, del otro lado de los Andes, como lo dejó anotado el jesuita Lozano (ir a la referencia), y más que probablemente todavía del otro lado del Pacífico, la Polinesia o China, con diez mil años de cultura, como dejaron apuntado Felipe Nieva de la Universidad del Tucumán, o el autodidacta Roberto Bravo, de Cafayate, quien comenzara con estos menesteres de escarbar la tierra en Aimaná, cuando con Quique recién nacíamos o estábamos en trance de hacerlo. Para uno de los poetas de los grupos que organizaron el ya abortado recital de mañana, "la tragedia de los quilmes es uno de los secretos mejor guardados en la historia de América" y que es el único caso de paraje, población, pueblo o ciudad "que lleva el nombre de los vencidos". Ver el prólogo de Marcelo Marcolín a La huella de los quilmes, libro de Carlos Patiño, donde también insiste en que eran del sur del Perú.
Para los cabuleros queda cómo se van a cruzar estos orígenes y la muerte de Quique. Cada cual que abreve de donde guste. De todas maneras, la fundación de la Reducción de la Santísima Trinidad y los Indios Quilmes, sobre unos bañados de más de 10 mil hectáreas que le compraron y canjearon a don Juan del Pozo y Silva, abuelo de Cornelio Saavedra, obedeció a más que cristianos y loables propósitos: aprovechar las excepcionales condiciones de la dureza y extensión de los bancos de arena de las playas que también van a atraer a los ingleses para desembarcar la primera vez y que en una de esas le trajeron a Quique más de un dolor de cabeza jineteando uno de los tantos veleros que tuvo, pero en aquel entonces no era para solaz y esparcimiento de los practicantes de yatching sino para introducir contrabando de artículos suntuarios burlando la desde siempre pobre custodia y control oficial, matizado con el negocio de los esclavos africanos negros que regenteaba en el entonces imperio holandés. Ese lecho excepcional por lo poco que cala, cuando un poco más adentro, en el Canal Internacional mantenido a dragado puro anda por los 26 metros, fue decisivo para que el irlandés charteado como almirante de la independencia, Guillermo Brown, con dos cascarrias que apenas si se podían mantener a flote, pero con gran capacidad de maniobra y algunas otras cosas, se metiera por entremedio de los formidables cruceros de los siempre odiados ingleses, que no podían maniobrar porque o panceaban contra el fondo o se quedaban medios varados, y ahí les daban hasta con las alpargatas, inagurando lo que bien podría constituirse en la primer guerrilla flotante, y la batalla de Quilmes gozar de los sobrados méritos propios que tiene para figurar como una proeza inmaculada. Ver detalles.
En los '90, el primer relevamiento arqueológico, a poncho como siempre, debajo de los pies donde iba a leer poemas y donde concurrió a hacer los primeros palotes, salieron a relucir las osamentas, la orfebrería de metal con que se adornaban los pechos sobre todo las mujeres, licores europeos escondidos de las requisas, cerámicas que reconstruyeron con la arcilla blanca de esta orilla la original de los valles ya que alcanzaron a levantar entre seis y ocho hornos para cocinarlos luego de pintarlos con su iconografía heredada a través de la tradición oral y abajo de la principal librería céntrica, la de El Monje, a menos de dos cuadras de la catedral y a 9 metros de profundidad, maxilares con los molares gastados hasta el borde del hueso, lo que para los antropólogos forenses de la Universidad de La Plata es de sobra demostrativo de las hambrunas, de que trataban de saciarse el hambre chuponeando los cueros de vacunos y caballares hasta dejarlos como una badana.
Caja chica, le dirían después, de la que andaban escasos Su Eminencia Reverendísima, el vasco y Mercado. Ahora ocurrió que las volteretas que da la historia hizo que en esa catedral se llevara a cabo la primera reunión de las Viejas Locas, cuando la cosa ardía en serio, pero a cargo de la diócesis estaba monseñor Jorge Novak, no el sotanudo colonial y colonialista que asentaba su sebosidad frente a la Plaza Mayor y el Cabildo, posiblemente también de la orden de los mercedarios catalanes.
A Quique, si tuviera que resumir con toda la irrespetuosidad de lo improvisado, más en un momento así, lo conocí desde siempre porque eran esos años de la infancia de los que se tiene memoria, pero no conciencia. No sé si era exactamente su casa natal, pero él vivió siempre en la mitad de cuadra donde Nicolás Videla se hace cortada entre la avenida Hipólito Yrigoyen y las vías, a dos cuadras de la estación y a la vuelta de la casa de mi abuela donde de forma inconsulta me llevaban casi todas las benditas tardes casi a la rastra. Mi primo hermano, mucho mayor, después médico y también habitué del Club Náutico, paraba con la barrita que se había formado en esa cuadra y que como un contrapeso me tenían que aguantar porque es una época donde la diferencia de edad traza abismos y es motivo de esgunfios varios. Quique, por los mismos motivos, estaba justo en el medio: era el jamón del sánguche. Recordaríamos, ya un poco más grandecitos, pertenecer con legítimo orgullo a esa secta universal de La Soledad de los Hijos Unicos. Quique estaba entre esos otros pibes por un motivo meramente geográfico. Era tan rancho aparte que hasta vivía en el único edificio de departamentos de dos plantas de la cuadra en una época en que vivir en un lugar así, caro y paquete para los valores de la época, era poco menos que ser marciano. El suyo era el del primer piso, con un gran balcón a todo lo ancho, y su pieza daba a la calle. Sus padres eran dos seres sumamente elegantes, sobre todo una madre que bordeaba lo esplendoroso, más que nada en unos maquillajes de camerinos y un vestuario no impecable sino que parecía siempre de estreno, más un aroma que era un halo con un rango considerable de acción, pero ambos resultaban muy ajenos a nuestro ambiente algo más suburbano y marchito. Ellos resultaban casi extranjeros, más esporádicos que visitas del campo. Que cuando mucho, como en el caso de la madre, permanecía a la mañana en la casa, no aparecía hasta el mediodía en el balcón, generalmente en batas que veíamos en los figurines con hojeaban nuestras madres con esos suspiros ante lo vitalmente inalcanzable, y a la siesta, en un auto que la pasaba a recoger religiosamente por la avenida, partía con un rumbo que sospechábamos Buenos Aires, es decir, otra galaxia a pesar de las escasas tres leguas que durante años, ida y vuelta, a pie, Isabel Pallamay se hizo para reclamar por sus derechos reales a la máxima autoridad de su nación y de tener en contra la desconsideración del género, su condición de salvaje idólatra y como si fuera poco el estigma de lo indómito. El padre, en cambio, impecablemente vestido, se sabía apenas que era empleado de lujo de algo que sonaba o se llamaba en extranjero, lo recogía todas las mañanas más o menos temprano un auto con chofer y era el menos visible. Se iba con ese primer sol que sólo tienen las mañanas por muy escasos minutos. Es la imagen más adecuada. Y era un tipo macanudo, agradable, de un trato tan refinado como cariñoso, con el que nos sentíamos instintivamente solidarios y que, llegado el caso, sentíamos que había que ayudar de cualquier modo.
La institución patriarcal ahí, sin embargo, era la abuela. Aquella señora algo rechoncha y de unas canas de un blanco puro como sólo la idealización puede concebir, fue la que realmente lo crió a Quique y las veces que nos invitó a merendar, aunque en realidad, para decir lo correcto, no merendábamos, nosotros tomábamos la leche mucho antes que Piluso, y la agradable señora que siempe había sido casi anciana porque no era vieja en lo que nosotros entendíamos por el término, y ofrecía con absoluta naturalidad un trato tan exquisito como las masas, masitas y dulces con que alfombraba una mesa con un mantel de un blanco tan impecable como sus cabellos. Resulta imposible borrar recuerdos de este tipo y características. Tampoco hay motivo alguno para hacerlo, menos que menos en estos momentos.
Quique hacía la suya. Casi siempre andaba solo. Muy raro que se trenzara en uno de los escasos picados que se armaban en ese trecho de Nicolás Videla. Y además era lo que ortodoxa y futboleramente se denomina un tronco. Mucho más de lo que supo ser por méritos propios el autor de esta bitácora, lo cual si ya no es mucho decir, como que está todo dicho. Aparte, era un potentado: no sólo era prácticamente el único que tenía patines, sobre los que rodaba como una alondra haciendo lo que se llamaba La Palomita, sobre un solo pie, torso inclinado adelante y los brazos abiertos como alas, sino que hasta me parece que eran Made in USA o algo así, cosa de oligarcas, aunque en esa cuadra el poder adquisitivo no se caracterizara justamente por lo esmirriado, pero no eran tampoco gente del centro centro histórico de Quilmes y menos de los chalets coloniales de las barrancas o del barrio inglés que circunda al Saint George.
Después que volví a Buenos Aires para estudiar en Filosofía y Letras el encuentro con Quique fue otro. A decir verdad, yo ya no era yo ni Quique tampoco el mismo. El me proveyó generosamente de toda la bibliografía de primer y segundo año para sociología, sobre todo un mamotreto carísimo, impreso a rotrapint, recopilado por Jorge Graciarena, un TXT de TXTs fundamental e iniciático donde, por ejemplo, un aprendía que en las sociedades hay un orden normativo y un orden fáctico. De lo dicho al hecho hubieran dicho nuestros antepasados, pero acá era una nomenclatura más académica, para ocultar lo zafio que resulta desayunarse con que nuestro país es simplemente fáctico y lo normativo, a lo sumo, tangueramente, una herida absurda. Lo habían titulado De la sociedad tradicional a la sociedad de masas y se completaba con selecciones enjundiosas de la disciplina nacida al calor del positivismo (Spencer, claro, y Durkheim con la anomia y todo eso que le sucedía a otra gente por haber alcanzado el geriátrico de la civilización, la vieja Margaret Mead metida entre salvajes que mandaban a menstruar a los techos de las chozas a las mujeres cuando había que dormir y muchos otros, salvo argentinos, argies por ningún motivo).
Quique ya navegaba, todavía vivía en Quilmes, perdón, porque quizá solamente dormía, algo que asocio de esta manera porque fue para la época en que le conté lo del Negrito Funes, integrante de la barrita original que en la vida termina siendo la única, aunque el diminutivo llama a engaño porque había sido desde la cuna un juanón del tamaño de un placard y carnes flácidas. Conocía los detalles del final porque mi primo había sido parte de la tripulación encargada de rastrearlo con los bicheros, por el canal de los barcos grandes, para el lado de Hudson y Punta Lara hasta que las trancadas no fueron camalotes, troncos del fondo y algún otro obstáculo. La hinchazón del cadáver volvió chica la cubierta del velero que no era de los grandes y las horas en el agua habían hecho que el Negro Funes, aparte del hedor, adquiriera algo así como una coloración cercana a los tizones sobrantes de los asados, con algo de hiriente en lo opaco de la textura, cuando llevan varios días expuestos a la intemperie.
No hizo referencia a si ya le había tocado alguna peripecia semejante en los cruces del Río de Solís. Lo que sí me acuerdo es que no hizo comentario ni esfuerzo alguno en disimular que la historia, tétrica de por sí, le había pegado en una parte honda que no tenía exclusivamente que ver con el cariño y la profundidad que hubiera alcanzado con su amigo de correrías de otrora, aquel Funes que le danba el changüí de unos patines batata, Made in Sarandí, sobre todo a la hora de hacer El Trompo, en cuchillas, estirando una pata como un cosaco ruso en una balalaika con mucha cuerda y mucho vodka, o saltar limpito el cordón de la vereda y darle por el serrucho de las baldosas hasta hacernos estrilar la mollera. Aparte dejamos de vernos un tiempo por ritmo, estilos y objetivos de vida bastante disímiles, hasta que la pandemia de las revistas literarias de los ´60 me llevó a pedirle si no me daba algo para publicar. Conocidos en común me sorprendieron con la novedad que curtía el vicio de la poesía y no lo hacía en forma recatada, menos que menos a escondidas. Nos pusimos a tomar café en la que seguía siendo su habitación de la infancia porque a no ser por alguna foto y los libros universitarios conservaba todo el ambiente que yo le conocía de siempre. Me desconcertó totalmente cuando a la hora de la elección final, como usaba para copia un papel muy traslúcido y croqueante, se puso a contrastar a través de la luz de la puerta-ventana lo que podía ser el perfil orográfico del margen derecho que la poesía no respeta como premisa sine qua non para aspirar a tal condición y en un momento, para colmo, me sacude: “¿Cuál te gusta más?” Me dejó atónito porque no sabía qué escala de valores tomar, si un poema es más bello o profundo porque es más parejito, en cuyo caso tenía que elegir la ortodoxia de los endecasílabos o los alejandrinos, cosa que no ocurría, le daba al verso libre de corrido, desblocaba estrofas, hasta que al final decidió no darle ni cinco de bola a mi ignorancia topográfica y eligió uno que, a mi modesto parecer, era lo más parecido a lo que después la vida me llevaría a conocer como un electrocardiograma vulgar y silvestre.
Lo que sí me viene fácil a la memoria, seguramente relacionado con esto por alguna hilacha bastante debilucha, enclenque, y es que una vez que nos encontramos, cuando había echado una racha buena, lo que se dice buena sin exagerar, la más esplendorosa que tuvo, lo cual era mucho decir porque desde el nacimiento había residido siempre muy lejos del Reino de la Necesidad, llegué a donde en ese momento vivía y lo interrumpí en el frenético desenfreno de romper la paqueta envoltura de un envase muy grande. Cuando quedó al descubierto el contenido no pudo reprimir la más infantil, regresiva de las sonrisas placenteras. Era un gato en la primer relamida después de la sardina. Sacó el traje de agua pieza por pieza, se lo exhibió a cuanto le daban los brazos, se lo puso sobre el torso como hacen las mujeres con los vestidos y por fin me preguntó: "¿Qué te parece? ¿Te gusta?" Era margarita a los chanchos. Lucía inmejorable y caro, por lo pronto. "Siempre quise tener uno y por fin lo conseguí", anunció. Ahí me enteré que era un traje de agua, que se llamaba así, imposible recordar la marca y el Made in, cómo conservaba la temperatura del cuerpo casi milagrosamente y que le causaba un placer inmenso. "Che, disculpá la intromisión: eso tiene pinta de caro. ¿Es sólo la apariencia?" Casi se entristeció; lo amaba y no hacía nada por disimularlo. Además, si había algo más lejos de la fanfarronería y la ostentación ése había sido siempre Quique. "Mirá, en lo de la guita no quiero ni pensar. Porque si lo pensaba no lo compraba nunca y yo quería tener uno y ahora lo tengo, es mío y lo voy a disfrutar." Tenía un velero de no se cuántos metros de eslora y cuántas cuchetas, supongo que el más grande que tuvo, porque después vino el debacle de ir en chirona, acusado nada menos que de malversación, una figura leguleya que en el caso de Quique a mí se me ocurrió de manera rupestre que el juez había contrastado los cheques sobre alguna ventana y no le caído en gracia los dibujitos que hacían los ceros y las firmas. "Voy a ver si mañana o pasado me rajo del laburo, consigo alguno que me haga pata y cruzo el río", anunció sin abandonar esa regresión de chico goloso, encantado con el chiche nuevo. "No veo la hora de usarlo. Me cago en los clientes, burgueses de mierda. Incluso no sé si esta noche voy a poder aguantar y soy capaz de llenar la bañadera y meterme adentro para probarlo."
Nunca volvimos a hablar del agua, que yo recuerde. Los encuentros se hicieron más esporádicos. Había de por medio casamientos más o menos legales y constituídos, hijos y esas cosas. Incluso en pleno Proceso, aunque lógicamente abortó, hubo el registro a nombre de los dos en Marcas y Patentes del nombre Identikit, una idea editorial que él iba a financiar y yo dirigir. En asuntos de marketing le iba muy bien o quizá mucho más que bien, la idea original era hacer un obvio Identikit Policial, otro Identikit Artístico y algo a lo que él le atribuía singular valor, sobre todo comercial: Identikit Político. “Esta forrada de los milicos no aguanta”, vaticinaba. “No saben ni dónde están parados y van a terminar volviendo a tocar timbres en los comités.” La idea que nunca ni siquiera llegó a arrancar porque para variar el nombre estaba registrado en todo rubro y amenazaron con acciones legales, se completaba con que cada tema elegido y bien documentado se le daba a un escritor, a un prosista, para que novelizara y los datos adquirieran una vida que la llamada prosa periodística, con suerte, embalsama.
El primer título que le puse sobre la mesa, con autor y todo, alguien que había estado desde el primer minuto en el asunto, llegó realmente a entusiasmarlo: el Caso Penjerek. El responsable estaba tan caliente con el asunto que hasta se había dado el lujo hasta de redactarme oralmente el comienzo del informe: "Me desperté ansioso, diría que hasta contento. Había soñado que estaba viva, que había estado con ella en un kibutz cerca de la frontera más beligerante y se había convertido en una judía tetona y fea, en una idish mame del montón." A continuación venía lo de la guerra solapada de solicitadas entre las colonías judías y árabes en Argentina, algo que había pasado desaopercibo para el 99% de la dichosa Opinión Pública, y ni qué decir la variante del delirante republicano comunista gallego casado con una pendeja a la que se montaba su hijo de 20 años, pero también Pedro Vechio, el zapatero de enfrente de la estación Florencio Varela, torturado hasta hacer saltar los tapones para que se hiciera cargo y al que públicamente le cargaron el sambenito de todo. Como es obvio, el zapatero odiaba al gallego como todo peronista odia a un bolche, sentimiento que era la reversa por parte del gallego comunista que no podía concebir a un peronista que no fuera facho y, en este caso, encima, mojaba también el pancito en su plato joven, cosa que era científicamente cierto, todo aderezado con el blindaje de los mecanismos de negación que le permitieran sostenerse en el dogma necesario que al principal quintacolumna lo tenía adentro de la casa y encima le daba de comer porque era de su propia sangre.
Semejante puterío en semejante historia lo hizo sonreír con aquella cara netamente europea, pecosa, de rasgos chicos y finos, relamiéndose. "Ponete contento, Quique: desde el vamos se nos va a venir toda la colectividad encima con el Mossad a la cabeza", le anuncié. "Los otros datos que hay son ají quitucho en ayunas." Ni se inmutó: "Ojalá. Pasaríamos a ser gente importante, qué te parece." Por lo que me acuerdo, pero no de los motivos, en materia del Identikit Político lo tenía marcado a Paco Manrique como algo muy, pero muy suculento, y había que pensar muy bien y elegir mejor a quién se le daba el tema porque para él la cosa daba cerca, cerca de La Comedia Humana en versión argentina, ya que el término sudaca no estaba aún acuñado. Y el Artístico también lo desquiciaba, algo que me dejó perplejo en un personaje como él, evidente que tenía de su imagen un clishé algo prejuicioso. Sobre todo se le puso entre ceja y ceja un título: el Identikit de Mirtha Legrand, por aquellos años toda fruncida, frívola hasta el relajo y rositas rococó. Lo anunciaba y mentalmente lo disfrutaba como un gato maula. Le tenía anotados unos resbalones de antología, a la altura de las circunstancias, pero de los que son muy difícil reponerse.
Sin embargo, ahora aparece que hubo un tiempo, algo anterior, cuando vivía con una chica modelo en un departamento medio antiguo, pero más que nada umbrío, de la calle Paraguay al fondo, cerca de las Bodegas Giol, a principios de los ’60, donde fui a verlo una tarde y sobre el escritorio había, si nos atenemos a la época, una inquietante y desgastada 45. Lo desteñido parcial del empavonado era lo que más resultaba chocante. Vio que la miré, se me debe haber notado la reacción: “Hay que vivir acorde a los tiempos”, comentó con esa sonrisita algo cínica que solía tener. Y sacudió sobre el pucho, más que perentorio: “Che, ¿y vos no andás en nada?” En colectivo, a veces en subte, y no se ahondó más en el tema porque si nunca había sido saludable hacerlo, menos que menos en esos tiempos que a mí me han quedado como un hueco, máxime cuando una de las partes es un paracaidista y la información queda flotando de manera torpe y peligrosa. Como diez años después, enterado de mi casamiento con una exiliada chilena, ofreció sus buenos oficios de contactos que podrían llegar a servir en una época en que se no se sabía qué podía y qué no podía ser útil, aparte por supuesto de zafar y por lo menos sobrevivir.
Le toqué el timbre mucho antes de lo esperado. Como peludo de regalo yo había caído en un operativo en la esquina de mi casa, en Almagro. Me habían allanado durante tres horas y con un bebé de 23 meses estábamos durmiendo en casa de amigos. El flanco débil era entonces mi mujer, a quien la contingencia de amistades de su país habían llevado a que figurara en una de las primeras planas de El Mercurio, por razones alfabéticas, encabezando una lista de Elementos Peligrosos. Traducido a lo que desde este día parece casi la era de los dinosaurios: equivalía casi, casi una sentencia de muerte. El dichoso EP que tiraba el visor de la terminal electrónica con que iban dotados todos los patrulleros una vez que le tipeaban el número de documento y le daban ENTER. El encuentro sucedió en las oficinas de la marketinera que tenía en un piso de la avenida Santa Fe, estoy seguro que pasando Pueyrredón, y el gancho corría que en el edificio en que estaba viviendo, por ahí cerca, porque era también en el Barrio Norte, tenía el privilegio de compartir varias veces por semana el ascensor con un encumbrado jefecito de Coordinación Federal. Lo más bicho, sin esperar respuesta, el tipo le había sacudido un día que si necesitaba algo estaba a sus órdenes: “Lo que sí le pido, y confío ciegamente en su responsabilidad, es que no me vaya a traer a un guerrillero hecho y derecho, señor Fogwill”, le había aclarado. “Llamame pasado mañana”, me dijo. “Si tengo algo solamente te voy a decir que pases por acá a esta hora o si se me embola el día, esperá, te pido por favor. ¿Tuviste alguna otra novedad?”
Yo fumaba como un escuerzo y le hice pata en el asunto. El tipo le había dicho que lo de mi mujer no era tan grave, pero estaban los viajecitos por países socialistas, que aunque nada del otro mundo en los hechos, siempre les despertaban inquietudes y fantasías de entrenamientos militares, especializaciones en explosivos sofisticados y de control remoto, etc. El cusifai consideraba lo más prudente que una vez bien bañado, afeitado y vestido, yo me presentara como si nada en el Departamento Central a pedir una renovación de pasaporte: “Además, con la situación que vivimos y en la situación que está esta gente nunca se sabe cuándo lo puede realmente necesitar en serio”, le había dicho muy cirujano este Boogie El Aceitoso de vecino. “Como es obvio, señor Fogwill, cuando le digan que lo vaya a retirar, no va a ser un trámite digamos de los comunes, ¿se entiende? Le van a decir que hay algún extravío u otro problema, que espere y lo van a llevar aparte, a una oficinita que hay ahí, al costado. No va a pasar nada. Pero tiene que ir; no hacerlo puede levantar otras sospechas o suspicacias inútiles. Que para su tranquilidad, dígale a su amigo, el día que tenga que ir que ponga a buen reparo su familia, que avise a abogados y periodistas por si hay alguna complicación, que no la va a haber. Por lo que a mí me dejaron saber están algo intrigados por lo de los viajes y en uno o dos días de conversaciones, en una de esas antes, se puede aclarar todo y santo remedio.”
Se quedó mirándome. Creo que nunca le había visto y que no volvería a verle esa seriedad en el gesto: “¿Qué vas a hacer?”, preguntó al final. “Primero me gustaría saber tu opinión y qué harías vos en mi lugar”, contesté. Puso cara de que le resultaba difícil trasegar semejante boludez: “Son decisiones personales, muy personales, querido, y yo no manejo todas esas variables", contestó contrariado, más que de mala gana. "Hagas lo que hagas, por favor te pido, te ruego que me tengas al tanto.” Lo último que vi fue el gesto desolado que le quedó en la cara.
No fui. Cantidad de razones que no vienen al caso me hicieron tomar la decisión que si tenían algo de qué hablar me vinieran a buscar ellos. Yo no tenía realmente nada que contarles y que no supieran. Dejamos bastante de vernos. Era solamente lo ocasional: la redacción de alguna revista, un negocio de computación donde arreglan impresoras, el segundo patio de entrada donde está la radio de las Madres. Me había regalado, en su momento, una primera edición de Los Pichiciegos, dedicada, que he tenido a bien extraviar o por lo menos no encontrar. Durante esos encuentros no había demasiada materia de diálogo, lugares comunes recurrentes, sobre todo la salud de mi primo hermano, sana y coherentemente ultraconservador, católico y poseyente, alternando el juramento hipocrático con el engorde de novillos para redondear unos ingresos suculentos, una mujer tradicionalmente quilmeña y radical que los nuevos vientos habían llevado, como es lógico, a ocupar una judicatura en un fuero lo menos comprometido posible, y nada más.
Si tuviera que rescatar alguna charla por lo suculenta fue la de un día cuya fecha no puedo precisar ni por aproximación, en que personalmente se le notaba que no estaba nada bien. Alguna de esas crisis, más que seguro, a las que solemos ser propensos con los años encima. Estaba singularmente ácido, por lo menos, o con mayor grado de alcalinidad que cuando abordaba este tipo de temática. “En este país no hay nada más barato que el talento”, sacudió porque sí, me acuerdo perfectamente que a santo de nada. “Lo que vos no tomás en cuenta es que se ha formado una costra, más que una clase social, basada en la tecnología de gestión de esta etapa del desarrollo capitalista y les importa un carajo la ideología del dueño. Son eficaces. Trabajan para un Comité Central como para un Estado Mayor. Les da lo mismo Nueva York que La Habana. No hay valores ni sentimientos.” Sí es seguro que fue hace bastante más de veinte años, que nunca lo pude olvidar porque tiene algo ulcerante y que es algo, como ahora, que vuelve a erupcionar y que vaya a saberse en qué estrato del inconciente me sabe a dispepsia. Quique tenía una versión globalizada de la realidad antes que nos vendieran el globo que nos volvió más aldeanos. Teorizaba lo universal desde la manija del pocillo de un café y un día, en otro depto donde pernoctaba otra etapa de soltería circunstancial, se despachó no sólo que había empezado a estudiar alemán sino que entró a leerme con todo entusiasmo el My english book de Molinelli Wells pero en deutsche. "Che, parala, ¿querés? Eso es gutural, no es humano". Hubo un poquitín de desprecio en la réplica: "Tenés tapiados los oídos, tesoro. ¿Por qué te creés que los grandes genios de la música son alemanes?"
Y ahora las noticias dicen que Quique ha muerto. No pudo dejar el cigarrillo y el cigarrillo lo dejó a él. Bastante aislado del mundanal ruido no supe nada de lo que normalmente se deja saber en estos casos, normalmente cuando comienza la cuesta abajo irreversible, salvo cuando unos días atrás el mailing de estos grupos de poesía de nuestra Patria Chica me hicieron saber que por fin Quique iba a volver al pago que nos vio nacer. Para el humor que curtía hubiera sido bueno chicanearlo que iba a leer poesía en el lugar que supo ocupar el primer alcalde de Quilmes, un coronel llamado Ciriaco Cuitiño, Aníbal Fernández que tuvo que partir desde el mismo trono en el baúl de un auto con el aliento de la DDI local en la nuca y donde la esmirriada mitología lugareña tiene instalado el mito urbano del intendente de turno, del mismo palo en la interna peruca, pasado de rosca en ingestas varias, que se llevó puesto a un boliviano con el auto, lo envolvieron en diarios, lo pusieron en el baúl y con ayuda oficial lo metieron adentro de un freezer y lo enterraron en alguna parte de la pampa húmeda. (Ver la crónica de una asqueante secuela en La Nación.) También, por qué no, ya en el colmo de lo pueblerino, con lo indeleble que son los recuerdos de la infancia, si se acordaba de aquella noche de agosto de 1950 (tenía que tenerlo registrado, él vivía más cerca que yo y tengo claras todavía las ráfagas en el frío cortante del invierno), cuando se inauguraron las Zonas Blancas y los parapoliciales de un comando de la bonaerense mataron a Jorge Calvo y al casero del local del PC. De vez en cuando, como la semana pasada, me metía en la edición online de Perfil y le leía la columna. Una prosa ascética, concisa, impersonal con respecto a esa imagen inamovible que tengo de él. Hará cosas de diez días me hizo sonreír con una que anunciaba indirectamente que estaba rengueando para ese viejo vicio de la sociología que nunca había abandonado. ¿Cómo saber que iba a ser su TXT postrero, su testamento en bytes para que de ahí en más sea un clic con un nudo en la garganta? Por eso la elección del video que añadí al final, con el mismo tema, recurrente, que alguna vez nos juntó para tantos cafés y cigarrillos al cuete.
Por que aunque lo veía poco, a las perdidas, de ayer en más Quique ya no está. Ni va a hacerlo más. De en serio, como decíamos cuando éramos chicos. En el formato alondra arriba de sus patines importados ni como Rodolfo Enrique, poniendo al trasluz el serrucho de los poemas como una estética de la topografía literaria, pero tampoco como Rodolfo, menos que menos como Fogwill, de lo cual va a quedar una importante cantidad de volúmenes impresos con lo cual por lo menos le ganó a la perra mortalidad a la que estamos condenados y de lo que tendrán en cuenta los que saben.
En un momento de frivolidad para uso oficial y exclusivo se me ocurrió pensar que hasta había sido capaz de mandarse una de las de él. Que entre las cosas que había dejado ordenado por escrito, presumiento el fin estaba cerca, que lo enterraran en el Quilmes en que no había vivido y había tenido la precaución de poner tierra de por medio. Una guachada, en suma, porque era como tener noción exacta de la muerte: el cementerio que tiene la entrada principal por la calle La Guarda, si hay algún cementerio que se puede calificar de lindo, este es una especie de quintaesencia de lo feo. La muerte no puede haber elegido mejor compañía que ese lugar tétrico, desolado, más plano que la pampa húmeda, con la brisa constante del lado del Río de Solís, esa chatura tan excesiva y la falta de densidad demográfica que lo agobia. No hay finados menos visitados. La soledad está garantida a rajatabla. A sus recurrentes rengueras sociológicas no le hubiera disgustado mandarse un muestreo y demostrar que los fiambres locales tienen un 0,0003 de visitas que los de menor raiting en el rubro. Cuaolquiera que ande con la pálida o con algún sentimiento tanático y quiera tener una avant premiére de lo que es La Parca que vaya se dé una vuelta por el cementerio de Ezpeleta. No lo va a molestar nadie. A Simon & Garfunkel jamás se les hubiera ocurrido escribir ahí The sounds of the silent. Sus vecinos más ilustres, el ya mencionado Jorge Calvo y su camarada, el obrero metalúrgico Angel Zeli, casero del local del PC, al que bajaron como buen bolche tratando de atrincherarse con un armario lleno de libros y lo calzaron de lleno con un balazo en el corazón, que tuvieron a bien inaugurar las Zonas Blancas con los parapoliciales, el bombero voluntario José María Sánchez, un héroe para uso local después con calle propia y todo, que una jabonosa noche de diciembre de 1956, se levantó después del primer bombazo en las vías, a veinte metros escasos de su casa, al segundo caño de la Resistencia Peronista lo encontró él y lo puso como corresponde en un balde con agua y con la rosca para abajo, pero nunca falta el mamerto omnipotente que de macho lo agarró para demostrarle al conglomerado de vecinos que se había amontonado que a La Parca no hay que tenerle miedo y al ponerlo de vuelta, lo hizo al revés, y los diez minutos, cuando la explosión remeció hasta las encías, fue con tanto infortunio que la tapa a rosca como escupida de músico y lo pescó a Sánchez en la carótica, desangrándolo sobre las vías ascendentes a Plaza Constitución. Quique debía necesariamente conocer ambos incidentes, aunque sea de oídas, porque vivía más cerca que yo cuando los parapoliciales ametrallaron comunistas como se caza conejos y lo de los caños fue a una cuadra de donde yo vivía y a dos de su casa. Le completa el Cuadro de Honor un decolorado jefe de barra brava, en su tiempo amparado por el presidente del club y luego intendente del Proceso, raleado tardíamente del Comité Olímpico por esos espasmódicos ataques de democraticismo que solemos tener y todavía sigue como camarista en los tribunales locales.
Los mecanismos de asociación libre, aparte de incontrolables, son insanablemente mogólicos. Se me dio por pensar que la prensa pueblerina, prácticamente house organ del intendente de turno, ni siquiera se daba por enterada de su muerte y que como si fuera poco era capaz que Quilmes va y gana justo este domingo. Que mañana, en vez de disfrazado de poeta y dar el recital en la Casa de la Cultura se pone la mortaja y encara por la avenida Mitre al sur, a buscar algo olvidado de lo materno en esa altiplanicie muda, más que sorda. Incluso como sacándome la lengua frente al espejo o jugando allí conmigo mismo al ajedrez y ser capaz de perder la partida que iba el intendente, la gente de Cultura, apolillados poetas inéditos de los que hay legión y hasta algún pánfilo que había visto la brecha y escrito un discurso pomposo. Pero que de la tevé y la prensa gráfica no iba nadie. Ni siquiera un periódico mural escolar.
Una boludez sin atenuantes que entre sus últimas voluntades estuviera que lo enterraran en Quilmes, en nuestro Quilmes. Típico producto del bochorno y estupor que la muerte nos sigue produciendo, sobre todo a una edad en que los balazos pasan cada vez más cerca. Encima, tras cartón, este domingo 22 de agosto está abatogado, conmocionado porque los 33 mineros que habían quedado enterrados en la mina de Copiapó estaban vivos cuando después de 18 días sin ningún signo nadie daba cinco guitas por ellos en una profesión por la que nadie nada cinco guitas, salvo usufructuar lo que le extirpan a la tierra, y según el jesuita Pedro Lozano los quilmes serían de allí, quizás corridos de más al norte por los incas porque de esos valles los sacaron también carpiendo los araucanos, cruzaron a pie la cordillera y se terminaron instalando en los Valles Calchaquíes, como pretende otro de los poetas que integra uno de los grupos que mañana, si a los recitales de poesía no va nadie, algún paspado y desubicado que no se entere va a quedarse con la ñata contra el vidrio porque es a una hora que al lado de ni Cristo atiende, la catedral está cerrada y por la peatonal quedan los sin casa, algún mamado, chicos recogiendo cartones.
El pálpito seguro era consecuencia que no debía ser sometido al examen de lo probable y lo insólito y fuera de libreto siempre fue lo que caracterizó a Quique. Es la muerte de otro, es cierto, por más que nos hayamos conocido y tratado, pero como que el cementerio de Ezpeleta a todas luces resulta demasiada muerte para Quique. Y esa clave incordiosa que dejaría volver al pago de origen, pero a ese lugar, cuando por horas no lo pudo hacer vivo y dar el recital de poesía en la Casa de la Cultura. La prensa local, cosa que no digan que Quilmes sigue siendo un pueblo con hipertiroidismo, no se dieron ni por enterados que se le había ocurrido ir hasta el intendente, menos que menos que acababan de enterrar en el lugar que lo vio nacer a un escritor incluso más renombrado fuera que en el propio país.
Pero ya no más. Y pensar que lo único que yo tenía que decir, que se me ocurrió que podía decir y que por lo menos lo intenté era anoticiar a algún cristiano que pueda estar interesado en el cartoneo de lo existencial, giraba en torno a que Quique mañana tampoco va volver a nuestro pago chico. Menos que menos muerto, homenajeado en silencio por las autoridades del municipio al que nunca perteneció y llevándose toda la soledad a la sordidez silente de Ezpeleta. De todos los misterios que deja un ser humano, de este otro, tan pequeñito, hubiera sido bueno enterarse si para él tenía alguna importancia. O si había decidido hacerlo porque sabía de la inminencia del otro final, del común, del más democrático, que terminó con él enterrado en un lugar donde lo único que hay es muerte y en un día en que festejaban que de donde dicen que eran los quilmes los mineros enterrados habían dado signos de vida y todas las gentes, en todo el mundo, Internet de por medio, hablan de milagro, hay vida, por lo menos se le ganó un round a La Huesuda, como la llamaba el Cuchi Leguizamón.
A la Patria y a la madre no se las elige. Ellas nos eligen a nosotros. Y en nuestra proverbial soledad de hijos únicos Quique sabía muy bien de esto.
Eso sí que me consta.