Facsímil de un afiche de la época.
A LA RUMBA, RUMBA BAM
Las fechas son para el olvido, pero fijan a los hombres en el tiempo.
Jorge Luis Borges
Hace 70 años, un general gallego al frente de tropas moras del norte de Africa, se alzaba contra el orden constitucional republicano y daba comienzo la Guerra Civil Española. Durante tres años el desangre y la saña sólo puede ser la concebible en una porfía entre hermanos y también viejas inquinas entre antiguas regiones, disparidades que aún están lejos de desaparecer, restaurada la monarquía a la muerte del tirano.
La República, en inferioridad de condiciones bajo todo punto de vista, tuvo que soportar dos frentes de batalla: el enemigo y las rencillas internas. Este último fue el más atroz. El coraje y los actos heroicos no alcanzaron.
La causa republicana, más que posiblemente, fue la última universalidad del modernismo. Bajo el auge y organización de los comunistas, jóvenes de todo el mundo, aunque no sólo de esta tienda política, sino también anarquistas, socialistas, trotzkistas y aun sin partido marcharon sin dudarlo a dar la vida por gentes y tierras que nunca habían visto, que no conocían ni llegarían a conocer. No importaba: allí había ideales que superaban –y superan- fronteras.
No resulta para nada exagerado decir que la causa republicana fue la de todos los hombres libres el mundo. Sin querer caer en lo manido de los lugares comunes o en la sensiblería de las famas, Antoine de Saint-Exupery, el autor de ese clásico universal sin edades que es El Principito, se batió como un león, nada más que con ingenio y coraje, con un biplano catarriento contra lo mejor de la aviación alemana. Ernest Heminghway, como corresponsal guerra y escritor, legó páginas inmortales a la literatura universal. Pero como en todo hecho emblemático, paradigmático, hubo uno que se alzó como un símbolo, atravesó tiempos, lenguas, géneros, partidismos, necedades del sectarismo de todo pelaje: el asesinato de Federico García Lorca, nacido el 5 de junio de 1898 en Fuente Vaqueros, Granada, y ultimado el 19 de agosto de 1936, luego de tres días de cautiverio, en Viznar, no muy lejos de la ciudad mencionada.
El académico irlandés Ian Gibson dedicó varios años de su vida a reconstruir fundamentalmente el asesinato. Incluso con el generalísimo sobreviviendo al borde de lo inexplicable la larga agonía con que se dio el gusto de despedirse después de tiranizar a toda la península durante más de cuatro décadas, alcanzó a sacar una edición de su trabajo donde el único error estaba en el lugar que le habían marcado los gitanos que había sido la ejecución y donde las gentes de todos lados concurría a dejar una flor. Muerto el tirano, lo llevaron al verdadero, distante no muchos metros, donde primero a él y otros pocos le habían hecho cavar su propia fosa cuadrangular, arrodillar en el borde y arrebatarles la vida de un tiro en la nuca.
A los latinoamericanos, particularmente a los argentinos, semejante asesinato cometido con un ser humano, a una cultura y a una lengua madre que no es común, nos toca mucho más de cerca. El método empleado para llevarse de una casa de Granada, donde estaba escondido en la casa de un poeta amigo falangista, va a ser calcado del que usarán los militares del Proceso para las famosas chupadas del Capitán Capucha y las mentadas Zonas Blancas.
Quien le va a dar la clave todo, con fotográfica memoria infantil y agudizado el recuerdo por la oscura conciencia de estar viendo lo prohibido, va a ser un hombre maduro que era apenas un niño encerrado la penumbra del living por el tórrido verano y a través de las rendijas de las celosías ve lo suficiente del tipo de operativo, la cara del hombre que se llevaban, su vestimenta y demás.
Fue hace 70 años. El Beta Test de lo que se venía. Los bandos claramente alineados en rojos y negros. El cancionero de entonces todavía se canta en los piquetes y ollas populares del Gran Buenos Aires. Hubo muchos errores y crímenes atroces. El asesinato del hijo adolescente del general Moscardó, a cargo de dinamiteros asturianos, porque el padre no quiso ceder a la exorsión de rendir la plaza, el Alcázar de Toledo, a cambio de esa vida, fue simplemente de una crueldad innecesaria, atroz, y lo de ese militar falangista, por encima de la causa absolutamente injusta e inhumana que defendía, la conducta de un valiente. No tapa ni equipara el bombardeo a Guernica, la capital cultural e histórica vasca, a cargo de la Legión Cóndor bajo el mando del teniente coronel Wolfram von Richthofen, estaba formado por cuarenta y dos aviones Heinkel He 111, Dornier, Junkers y Messerschmitt. No se pueden confundir la libertad con el aire libre.
Las Brigadas Internacionales a las que les cantara Pablo Neruda fueron el otro símbolo. Se lanzaron a morir al primer grito de la llamada, sin preguntar ni importarles nada, porque la causa de los trabajadores y la justicia social estaba por encima de todo. Los hicieron rendir y literalmente los echaron, después de usarlo, en nombre de las famosas razones de Estado que dicen encarnar siempre con lucidez y justeza los dirigentes cuando la historia indica que la mayoría de las veces embocan sólo de chiripa y cuando se equivocan, queda una carnicería de la que no se hacen cargo.
Fue hace 70 años. Y esta abstracta, arbitraria efeméride de las décadas, encuentra a la fecha con Medio Oriente otra vez en llamas y humaredas, el diálogo de sordos, la puja desigual, los civiles como el gran blanco y las nuevas diásporas para nuevos parias en una globalización de parias.
Fue hace 70 años. Mi padre había sido literalmente expulsado, extraditado de su Trenque Lauquén natal, por trabajar en una cooperativa agraria y fieles al ideario del Partido Socialista al que se habían afiliado, con otros veinteañeros iban a avisarle a los chacareros que les estaban haciendo la cama para comprarles las cosechas por monedas y despojarlos de los campitos. Lo delató uno de los sindicados como víctima que quizá fue premiado exceptuándolo del despojo colectivo. Sin ser fumador, en aquellos años, terminada su jornada de trabajo en un Buenos Aires al que nunca aceptó ni se adaptó, con otros recogían las estrujadas marquillas de los cigarrillos tiradas al suelo, les sacaban el envoltorio interior con estaño laminado que los protegía de la humedad, y hacían grandes bolas para entregarlos en los locales donde fundían el metal y mandaban los lingotes para proveer de munición a los milicianos. Es también a su memoria este recordatorio porque la causa que estuvo puesta en juego en la Guerra Civil Española está lejos de haber sido superada. Todo lo contrario. [AR]