17.6.05

LOS CRONOPIOS, ¿SON ORIUNDOS DE VILLA CRESPO?




ENTRE BOMBOS Y BIBLIOTECAS, LA PASION EN CAMISETA

«La aparición de este libro me parece un acontecimiento extraordinario en las letras argentinas. Se tiene constantemente la impresión de que el autor, apoyando un compás en la página en blanco, lo hace girar de manera tan desacompasada que el resultado es un reno rupestre, un dibujo de paranoico, una guarda griega, un arco de fiesta florentina del cinquecento, o un ocho de tango canyengue».

Esto apareció en el N° 14 de la revista Realidad, marzo-abril de 1949, y lo firmaba un ignoto jovencito que había publicado un poemario medio enclenque y una obra de teatro, amén de ejercer la docencia en un colegio secundario estatal en Chivilcoy, dictando literatura.

Y remataba así su visión de bisoño y ocasional crítico literario:

«Tal como lo veo, Adán Buenosayres constituye un momento importante en nuestras desconcertadas letras. Para Marechal quizá sea un arribo y una suma; a los más jóvenes toca ver si actúa como fuerza viva, como enérgico empujón hacia lo de veras nuestro. Estoy entre los que creen esto último, y se obligan a no desconocerlo».

Seis años después, despreciado a izquierda y derecha por su pública adhesión al régimen, administración durante la cual había tenido algún puesto público, el católico y peronista Leopoldo Marechal gestionaba su jubilación y con una vaquita hecha entre amigos, publica La poética, volumen que es recibido con el más frenético y ensordecedor de los silencios, que es un reconocimiento duro y amargo, pero reconocimiento al fin. El singular poeta y novelista, integrante del podio de lo mejorcito por méritos propios, junto a Jorge Luis Borges y Roberto Arlt, ya se presentaba a sí mismo, con ácida ironía, como El poeta depuesto, en correlación a la nomenclatura oficial impuesta al líder exiliado de El tirano depuesto.

La solitaria voz que había tenido la exquisita sensibilidad de detectarlo en toda su dimensión ya no estaba en Argentina. Había elegido el autoexilio por entonces preferido de los jóvenes intelectuales, sobre todo si no eran peronistas, como era París, del que no volvería, o el de otros, que partirían por la misma razón pero para ingresar a la leyenda, como el caso del médico Ernesto Guevara de la Serna.

El autor de la crítica era Julio Cortázar, quien fuera mimado por Victoria Ocampo, el grupo Sur y otros sectores encumbrados de la cultura tradicional y reaccionaria. Más allá del estigma peronista impuesto a Marechal como muerte cívica y los cantos de sirena de la aparente vereda opuesta del país que reemplaza con incandecentes pasiones a las ideas, el casualmente nacido en Bélgica y criado en Adrogué cumplió con el reto de aprovechar el empujón para tratar de encontrarse con lo verdaderamente nuestro. A punto tal que a fines de esa década, sin claudicar maestro y discípulo de sus más íntimas convicciones, van a converger en un punto en común que ninguno abandonará hasta la muerte: apoyar a la Revolución Cubana como la gesta emancipadora latinoamericana válida y legar para la cultura del país que los vio nacer y los formó varios volúmenes imperecederos para la bamboleante cultura nacional. Uno, desde Rayuela, va a instaurar la mirada distante y el erudito escepticismo; el otro, desde El banquete de Severo Arcángelo, su teoría del alpedismo argentino.