16.6.05

«¡PA-RE-DON! ¡PA-RE-DON!»

¿TE ACORDAS, HERMANO, QUE MASACRES AQUELLAS?


El pasado 11 de junio, oficialmente, en un plan político de tratar de recomponer lo que viene descompuesto de antaño, el gobierno recordó lo sucedido como consecuencia del putch del 9 de junio de 1956, cuando con el coronel Juan José Valle a la cabeza un puñado de militares intentaron alzarse contra la autobautizada Revolución Libertadora que el año anterior había derrocado al segundo gobierno constitucional de Juan Domingo Perón. A partir de este incidente, en épocas en que la gente miraba todo el día el cielo esperando el Avión Negro en que volvería El General como un nuevo mesías, los gorilas, nomenclatura ya oficial, pasarían a llamarse La Libertadura o Revolución Fusiladora.

El general Valle fue fusilado solemnemente, con el ritual de estilo en estos casos, en el patio de la vieja cárcel de Las Heras, donde otro tanto se había hecho años atrás con el anarquista Severino Di Giovanni y otros integrantes de la cúpula libertaria dura, en un acto de masas que rodeó el viejo edificio y lleno de pañuelos blanco el aire despidiendo el líder, mientras desde todo el mundo llegaban pedidos de clemencia y declaraciones de repudio. En este caso, los más conmovedor fue la carta que Susana Valle, en ese entonces una jovencita, hija del ajusticiado, hizo pública defendiendo el honor y la honra de quien consideraba había sido asesinado por ser un soldado leal al honor y la disciplina de cumplir con el rol esencial de una fuerza armada en un orden constitucional.

No en Buenos Aires, sino en el interior, donde fue capturado cuando pretendía ponerse fuera del alcance de sus perseguidores, también fue puesto contra el paredón el coronel Cogorno y otros militares de menor graduación. El hecho conmocionante fue la que pasaría a llamarse Matanza de José León Suárez, cuando ese sábado, a la hora en que en el Luna Park peleaban El Zurdo Lausse y el chileno Loayza por el título sudamericano de los medianos, uniformados irrumpían a sangre y fuego en una barriada pobre que no llegaba a Villa Miseria de esa zona, llevaban a todos los sindicados como negros o peronachos y con las luces de los vehículos encendían, las mataron peor que a perros. El hecho mereció una documentada reconstrucción titulada Operación Masacre, uno de los títulos más conocidos de Rodolfo Walsh, otras de las bajas producidas durante la tarea exterminadora y sistemática comenzada en 1976.

La elogiable y veloz capacidad de olvido que tiene la sociedad argentina en su conjunto contó con una valiosa colaboración dos años después, cuando en Cuba derrocan al dictador Fulgencio Batista y toman el poder Los Barbudos, entre quienes se encontraba un médico asmático argentino que en la fortaleza habenense de El Morro va a tener a su cargo el juzgamiento sumario y ejecución de cuanto criminal, corrupto y torturador encontraran. La documentación que ha quedado indica que por el famoso Paredón pasaron cerca de medio millar. Historiadores autorizados cuadriplican esa cifra al sumarle a los que fueron bajados cuando el grupo de élite del comandante Ernesto Che Guevara los localizaba y los iba a buscar.

De todas maneras, justicia popular y revolucionaria para unos, barbarie comunista opresora para los más, El Paredón quedó como patrimonio cubana y singularmente obra de un argentino-cubano. En Argentina, como siempre, no había pasado nada. Nunca pasa nada. Pero cuando una década y media después, sin Avión Negro, se produzca el tan ansiado y meneado regreso de El General, en el Puente 12 de la autopista Ricchieri, frente a una concentración estimada en por lo menos un millón de personas, con paramilitares y hombres de primera línea del Delito Organizado a nivel mundial, como el N° 2 de la French Conecction, que desde Paraguay regenteaba el célebre Papá Ricord, se va a producir otra masacre cuyo número final de víctimas es otra tómbola siniestra a la que estamos tan acostumbrados por ser tan magníficos.

Después no tardaría en llegar el célebre Proceso y los números estimativos de alrededor de 22 mil desaparecidos y 9400 víctimas oficialmente caídas en combate reconocida por la cúpula del Ejército de entonces, en un grueso y costoso volumen para uso doméstico y difusión en el exterior. En el medio quedaban los que fueron abatidos por el accionar de la guerrilla y hechos como la Masacre de Trelew, cuando se produjo la toma del penal y hubo un intento masivo de fuga de militantes de lo que El General llamaba Formaciones Especiales y que luego serían echadas de la plaza por imberbes, traidores y mucho más peligrosos que el imperialismo porque estaban dentro de las propias filas y atacaban a la columna vertebral del movimiento como era el sindicalismo de cuya cúpula habían sido dados de baja en confusos atentados terroristas figuras de la talla Augusto Timoteo Vandor, José Alonso y José Rucci, quedando para la conducción y consecución de los ideales Lorenzo Miguel, (a) El Loro.

Retomando lo sucedido en 1956, ya por entonces había sido enviado de vuelto a su domicilio particular el que parecía jefe natural de la revuelta, el general Lonardi, quien en una plaza tan o más colmada que en los actos oficiales que hicieron célebre al peronismo, el 26 de setiembre de 1955 proclamó la famosa fórmula Ni vencedores ni vencidos, la que quedó para los libros escolares y el guitarreo de práctico. Lo sucedió su parte, Eugenio Aramburu, quien en 1971 va a aparecer muerto en una quinta de Timote, a donde fue llevado en otro de los episodios más oscuros de la historia más reciente por un grupo montonero del que queda vivo solamente Eduardo Firmenich, (a) El Comandante Pepe, y donde hasta los gorilas más acérrimos, con información de primera fuente y amigos personales del que se perfilaba para presidente por la vía electoral, siguen jurando que el hecho fue tramado en el Ministerio del Interior de esa otra infeliz balandronada autobautizada Revolución Argentina y que encabezara el general Juan Carlos Onganía, (a) La Morsa, como osara llamarlo el semanario Tía Vicenta del humorista Landrú antes de ser clausurado y secuestrada la edición por ese motivo.

A la hora del famoso perdón, indulto o conmutación de pena que tiene todo presidente, para casi todos para nada casualmente, Aramburu no se encontraba en Buenos Aires y había delegado el cargo en el vice, el almirante Isaac F. Rojas, señalado desde siempre como el máximo instigador de llegar a esas instancias últimas y famoso por su odio cerval al peronismo, todo lo que se pareciera u oliera parecido.